Israel se queda solo, o peor que solo: con Trump, Milei, Abascal, Ayuso y los últimos tertulianos que todavía ayer hacían mofa de una flotilla que "no serviría para nada" y ha acabado provocando una protesta masiva y mundial
Hace una semana Netanyahu tuvo que alargar unas horas su vuelo a Estados Unidos para no sobrevolar España o Francia, no fuera que una avería le obligase a aterrizar y ya no despegase más: sobre él pesa una orden de arresto internacional desde hace casi un año. Consiguió llegar a Nueva York esquivando países que reconocen el Estado de Palestina, subió a la tribuna de Naciones Unidas, y fue recibido con abucheos mientras un centenar de delegados abandonaba la sala. Un apestado.
Al genocida Netanyahu no le importa ser un apestado, pero no pensarán lo mismo los artistas israelíes cancelados en eventos culturales, los deportistas israelíes pitados cuando pisan un terreno de juego en Europa, los turistas israelíes increpados fuera de su país. No es Netanyahu el apestado sino su país, rechazado y acusado por todo el planeta en masivas manifestaciones, competiciones deportivas, festivales de cine y por supuesto parlamentos democráticos. Pronto veremos clubes europeos que, por presión de sus aficiones, se niegan a jugar con equipos israelíes hasta que los expulsen de la Euroliga, la UEFA o las pruebas ciclistas. Incluso de Eurovisión, donde cada vez más países se borrarán para no compartir escenario con el representante de un Estado genocida.
Apestado, rechazado y acusado en todo el planeta por organizaciones de derechos humanos, partidos, sindicatos, asociaciones de vecinos, AMPAs, y también por dirigentes políticos, referentes sociales, estrellas de cine, intelectuales, comunicadores populares y crecientes mayorías sociales: hasta en Estados Unidos se desploma el histórico apoyo a Israel. Y algún día no estará Trump en el gobierno, tal vez un presidente demócrata que no pueda desoír el clamor de sus ciudadanos. Lo mismo con Europa, donde el apoyo incondicional se está agrietando por la presión popular.
La gigantesca movilización internacional en apoyo a la flotilla hace más profundo su aislamiento. Israel se queda solo, o peor que solo: con Trump, Milei, Abascal, Ayuso y los últimos tertulianos que todavía ayer hacían mofa de una flotilla que “no serviría para nada” y ha acabado provocando una protesta masiva y mundial. Que la patria de los judíos, nacida tras su persecución y exterminio por parte del nazismo, acabe teniendo como única aliada a la ultraderecha mundial, lo dice todo de su tragedia como nación.
Hace unos días el apestado Netanyahu dijo estar dispuesto a convertir su país en una Super-Esparta: un país aislado, autárquico, militarizado y encerrado en sí mismo, rodeado de enemigos. Pero en realidad el mito histórico que actualiza es otro, mucho más querido por el sionismo: el espíritu de Masada. La legendaria resistencia de un millar de judíos que, en el siglo primero de nuestra era, resistió el asedio romano y eligió suicidarse en masa antes que entregarse. La versión hebrea de un mito presente en tantas culturas y repetido a lo largo de la historia: Numancia, Sagunto, El Álamo, o “el Alcázar no se rinde” franquista.
Masada, la fortaleza del desierto cuyos restos son un recurso turístico pero también un lugar de peregrinación del nacionalismo judío, es un mito fundacional que el recién nacido Estado israelí alimentó después de 1948: los suicidas defensores de Masada como símbolo de sacrificio y heroísmo, representaban bien al pueblo judío históricamente perseguido y casi aniquilado por el nazismo. Durante décadas encarnó el espíritu de resistencia de un pequeño país rodeado de enemigos regionales, una sociedad de soldados más que ciudadanos. Los militares acudían a Masada a jurar fidelidad al grito de “Masada no volverá a caer”.
Con los años, los historiadores pusieron el mito en su sitio: el asedio no habría durado años sino semanas, y los defensores judíos eran fanáticos religiosos que usaban la violencia incluso contra los suyos. Las nuevas generaciones de israelíes se alejaron de Masada, y el símbolo se lo apropió el nacionalismo sionista más radical, hoy representado por Netanyahu y su gobierno, y que, no nos engañemos, cuenta con el apoyo o la indiferencia de una mayoría de la sociedad israelí.
Bajo el gobierno de Netanyahu, Israel ha optado por el suicidio colectivo como país. Un suicido figurado, claro, pues los muertos los ponen los palestinos por decenas de miles, probablemente centenares de miles. Toda nuestra compasión y solidaridad tiene que estar con Gaza, no hay duda. Pero impresiona y entristece ver cómo los israelíes dilapidan toda la compasión y solidaridad que recibieron tras el Holocausto, para convertirse hoy en una nación criminal y apestada.