Israel ha ido perdiendo no solo apoyo en manifestaciones internacionales o en ciertos parlamentos occidentales. Esta perdiendo, o ha perdido ya, la batalla cultural: la percepción de quién es víctima y quién victimario
Una encuesta señala que el 82% de los españoles califica de genocidio la actuación de Israel en Gaza
En Oriente Medio no solo se libran guerras en los túneles de Gaza ni en las fronteras del Líbano. Hay otra batalla que Israel lleva décadas cultivando con precisión quirúrgica y que hoy, dos años después del 7-O, se le ha escapado de las manos: la guerra mediática. Porque si la fuerza militar asegura victorias inmediatas, es la narrativa la que sostiene legitimidades a largo plazo. Y en esa guerra de relatos, de palabras y de percepciones, Israel está perdiendo lo que más le importa: la capacidad de controlar cómo se le cuenta.
Durante años, Tel Aviv supo imponer un marco comunicativo sólido. “Seguridad”, “terrorismo”, “autodefensa”: cada palabra escogida, repetida y amplificada en medios internacionales construía un imaginario en el que Israel aparecía como un Estado sitiado, obligado a reaccionar ante amenazas existenciales. Esa elección no era inocente. No se hablaba de “ocupación”, sino de “conflicto”. No se hablaba de “colonias ilegales”, sino de “asentamientos”. No se hablaba de “bloqueo”, sino de “control de seguridad”. La semántica era la primera línea de defensa. Y durante mucho tiempo funcionó.
Pero algo ha cambiado en los últimos meses. La sobreexposición mediática, la magnitud de la destrucción en Gaza, la circulación masiva de imágenes en redes sociales sin filtro estatal y el creciente escepticismo global ante los discursos oficiales han hecho que ese relato empiece a resquebrajarse. La narrativa israelí ya no monopoliza la conversación. Ha dejado de ser el marco dominante. Y en política internacional, perder el marco es perder la mitad de la batalla.
Hoy, Israel ya no decide los titulares. Las imágenes de hospitales bombardeados, de niños bajo los escombros, de desplazamientos masivos, circulan antes de que los portavoces puedan elaborar su comunicado. Los intentos de justificar cada ataque bajo la lógica de “objetivos militares” se topan con un escepticismo generalizado que atraviesa fronteras y audiencias. La palabra “proporcionalidad”, antaño reservada a los debates diplomáticos, hoy la repiten ciudadanos comunes en las redes sociales. La “autodefensa” ya no basta para explicar miles de víctimas civiles.
La paradoja es que cuanto más se esfuerza Israel por controlar la narrativa, más visible se hace su debilidad comunicativa. La multiplicación de campañas en redes, la presión a periodistas críticos, la insistencia en la semántica (“no hay ocupación, hay disputas territoriales”) ya no generan convicción, sino sospecha. El lenguaje, que antes servía de arma, se percibe ahora como un disfraz. Y los disfraces, cuando caen, dejan cicatrices de credibilidad.
Lo que Israel está perdiendo no es solo apoyo en manifestaciones internacionales o en ciertos parlamentos occidentales. Está perdiendo la batalla cultural: la percepción de quién es víctima y quién victimario. En el pasado, el relato estaba encapsulado en una dicotomía simple: Israel como democracia en riesgo frente a un enemigo definido únicamente como “terrorista”. Hoy ese marco se fragmenta. El mismo término “terrorismo”, que antes tenía un efecto automático de alineamiento, convive con una creciente conciencia de que también hay terrorismo de Estado. Y en esa fractura semántica, la legitimidad se diluye.
La historia demuestra que las guerras más duraderas no se ganan solo en el terreno, sino en el lenguaje. Estados Unidos aprendió esa lección en Vietnam, cuando la palabra “masacre” superó a la de “operación militar”. Sudáfrica la aprendió en el apartheid, cuando la palabra “apartheid” se volvió indigerible para la opinión pública global. Israel la está aprendiendo ahora, cuando la palabra “genocidio” aparece en pancartas, tribunales y titulares. No importa que no haya consenso jurídico: en política, la palabra que queda es la que marca la percepción.
¿Es definitivo? No necesariamente. Israel conserva poderosos aliados, influencia institucional y una tradición de comunicación sofisticada. Pero el tiempo corre en contra. Cada semana que pasa sin un giro narrativo, el relato israelí se hunde más en el descrédito. Y cada día que las imágenes hablan por sí mismas, la estrategia de control informativo se revela impotente.
Israel puede ganar batallas militares, pero hoy está perdiendo, o ha perdido ya, la guerra que más le importa: la mediática. Y sin relato, sin hegemonía narrativa, ningún poder es eterno. Porque, al final, las guerras de hoy ya no solo se libran en los frentes. Se libran en las pantallas. Y en las pantallas, Israel ya no manda.