Desde el 8 de octubre hasta el 26 de marzo de 2026 podrá visitarse la exposición que recoge gran parte de la obra de la artista, una de las figuras más importantes de la Generación del 27
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Para Maruja Mallo (Viveiro, 1902 - Madrid, 1995) el arte era siempre una versión superior de la realidad. Y en esa búsqueda de lo extraordinario, encontró en el teatro y la máscara sus aliados perfectos: herramientas que le permitían reflejar, distorsionar y transfigurar el mundo con una plasticidad sin límites. Toda esta fascinación por el espectáculo, por la dualidad de lo que se oculta y se revela, y por el ritmo matemático del compás que ordenaba sus composiciones, cristaliza ahora en Máscara y compás, la gran exposición que acoge el Museo Reina Sofía.
Organizada en colaboración con la Fundación Botín, la exposición reúne más de 80 piezas —fotografías, documentos, libros y cartones— que llegan de instituciones de todo el mundo, desde el Art Institute de Chicago y el Centre Pompidou de París hasta el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Este vasto conjunto, que recorre la trayectoria vital y artística de la creadora, la convierte en la mayor retrospectiva dedicada a la artista hasta la fecha.
Resulta llamativo que una de las representantes más relevantes de la Generación del 27 y pionera de la figura de la mujer moderna no contara hasta ahora con una revisión de esta envergadura. “Sí que es muy extraño que no se haya hecho ya anteriormente una exposición sobre la figura de Maruja Mallo”, reconoce Patricia Molins, comisaria de la muestra. “Eso creo que tiene que ver con lo desperdigado que está su legado y con el hecho de que, aunque se han organizado otras exposiciones, como la de Galicia en 1991 en el CEGAC, estas no habían llegado a Madrid”.
Maruja Mallo llegó a ser la artista más importante de Madrid junto a Benjamín Palencia en los años que permaneció en la capital. “Maruja Mallo fue una mujer muy consciente de su autoría y de su autoridad y se enfrentó a varios periodistas cuando no estaba de acuerdo con las críticas que habían hecho de su obra, algo que muchos hombres no hacían”, explica Molins, dando cuenta del carácter de la artista gallega.
La exposición se construye en 11 series repartidas en distintas salas, “la única manera posible de ver y comprender su evolución”, según Molins, “y entender como siempre vuelve hacia los mismos temas con diferentes técnicas. El recorrido se inicia con dos pinturas, Indígena (1924-1925) y Retrato de señora con abanico (1926) que nos recuerdan el paso de Maruja Mallo por la Academia de las Artes de San Fernando entre 1922 y 1925, además de la influencia de otros artistas academicistas o postimpresionistas, como Eduardo Chicharro o Julio Romero de Torres.
En estas dos pinturas ya podemos apreciar una constante que aparece a lo largo de toda su trayectoria: el protagonismo de las figuras femeninas, y su interés por expandir su ámbito de acción a otras razas y culturas. A estas dos obras le sigue la serie Las Verbenas (1924-25), que la hizo más famosa en la exposición que organizó Ortega y Gasset en 1928 en los salones de la Revista Occidente y que aún hoy en día suponen unas de sus obras más populares.
“Estas pinturas”, explica Molins, “destacaron porque cortan con la visión de la España anterior”, y suponen uno de los platos fuertes de la exposición, porque es la primera vez que se vuelven a ver todas juntas desde 1928. El interés por el arte popular está muy presente en estas cinco verbenas, haciendo referencias al teatro popular, al guiñol y encuadrándose dentro del realismo mágico y la tradición de la vanguardia, que parte de la composición geométrica y simbólica y el concepto de simultaneidad y superposición del cine. Mallo aprovecha el poder festivo y satírico inherente a las verbenas para fusionar personajes y hacer una crítica de las estructuras sociales.
La nueva mujer: deportista y moderna
El recorrido continúa con el colorismo alegre y dinámico de sus estampas (1927), cuya protagonista es la figura de la mujer. Una mujer deportista, que se mueve y que ocupa el espacio y que constituye una nueva forma de entender la femineidad. Destacan en esta nueva forma de ver a la mujer moderna sus autorretratos frente a la cámara. Mallo concibe la fotografía como una parte esencial de su obra, que podemos ver ya en 1929, pero al que vuelve más tarde en 1945, retratándose junto a su amigo Pablo Neruda en una playa chilena, como una diosa marina cubierta de algas.
“En esa época en que las mujeres empezaban a ser figuras públicas se utiliza mucho el tema de la peformance, el disfraz, el autorretrato, para reflejar su visión del mundo, presentando la imagen y el modelo la mujer moderna a través de su arte”, explica Molins. Esta visión de la mujer como usuario del espacio público y modelo de una nueva humanidad resulta especialmente relevante en su obra. “Ahora hay una gran coincidencia con sus intereses”, explica la comisaria, “porque las mujeres están muy presentes en la pintura de Mallo, pero también está el hecho de que ella piensa en un mundo fluido, en un mundo trans”.
Esta perspectiva se materializa en series como La religión del trabajo (1937-1939), iniciada en Galicia y continuada durante el exilio, donde predominan figuras monumentales y asexuadas que construyen una nueva mitología en torno a la relación entre el trabajo y el misterio de la naturaleza con figuras asexuadas y monumentales. Obras como Canto de espigas (1939) ejemplifican esta búsqueda de una humanidad transformada.
Durante su exilio en Argentina, Mallo profundiza en esta estética de sacralidad y monumentalidad. En estas series imagina una nueva humanidad a través de bustos femeninos que reivindican el universalismo y la mezcla cultural, integrados en los ciclos circulares de la naturaleza. “Esto conecta directamente con discusiones actuales”, señala Molins. “Su manera de representar la relación entre el ser humano y la naturaleza y la esencia de la humanidad, la vincula con el ecofeminismo, que propone una evolución basada en la cooperación y no en la ley del más fuerte”, agrega.
Las figuras de este periodo alternan entre miradas frontales casi intimidatorias, como en Joven Negra (1948), y rostros con una ausencia que parece reflejar el propio desarraigo del exilio. Esta evolución, desde lo popular hacia lo universal, desde España hacia la fascinación por la diversidad racial y la inmensidad del paisaje americano, queda perfectamente plasmada en sus series de máscaras y cabezas, demostrando cómo Mallo supo absorber e incorporar cada nueva experiencia a su universo creativo.
La naturaleza como constante
La naturaleza fue uno de los grandes temas recurrentes en la trayectoria de Maruja Mallo, que abordó en distintas etapas con enfoques siempre renovados. “Ella concibe sus obras como producto de simbiosis o metamorfosis, nunca como eliminaciones o superaciones”, explica la comisaria, destacando una filosofía creativa que privilegia la transformación sobre la ruptura.
Este diálogo con lo natural se materializa por primera vez en Cloacas y Campanarios (1929-1932), serie que desarrolló entre Madrid y París gracias a una beca y donde centra su atención en la materia inerte y sus texturas. La obra causó tal impacto entre los surrealistas que el propio André Breton adquirió El Espantapájaros (1930) para su colección personal.
A su regreso a España, Mallo vuelve su mirada hacia la naturaleza, aunque ahora desde una perspectiva diferente: la de las estructuras minerales y vegetales que darían lugar a sus series Arquitecturas minerales y vegetales (1930) y Arquitecturas rurales (1933-35). Según la propia artista, estas obras surgían del “anhelo de construir de nuevo ese conjunto de cosas que responde a la materialidad y conciencia universal”, así como de la “ansia de hallar un nuevo lenguaje formal para representar la realidad”.