El anuncio llegó un lunes que parecía uno más en el calendario interminable del conflicto. El 29 de septiembre, en la Casa Blanca, Benjamin Netanyahu y Donald Trump se estrechaban la mano ante un auditorio saturado de cámaras. En Gaza, el humo empezaba a disiparse. Por primera vez en dos años, el eco de las bombas daba paso a un silencio cargado de incredulidad.

El acuerdo de paz entre Israel y Hamás, sellado tras meses de contactos indirectos y mediaciones discretas, fue presentado como el punto final de una guerra que había costado más de 60 000 vidas y devastado gran parte de la Franja. Pero lo que más sorprendió no fue el texto del acuerdo —21 puntos de compromisos recíprocos— sino el contexto: la mediación directa de Donald Trump, fuera de la Casa Blanca pero todavía con la capacidad

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