El viernes pasado, a primeras horas de la madrugada, la vacancia de Dina Boluarte se consumó con una velocidad inusitada. En una sesión nocturna, el Congreso aprobó su destitución casi de forma unánime y, antes de que pudiera completar su último discurso, la todavía cámara unicameral interrumpió la transmisión para proceder a la juramentación del sucesor José Jerí.

Ese gesto es la imagen literal de cómo la institución presidencial ha sido desvirtuada hasta reducirse a un trámite susceptible de ser neutralizado en el momento y la forma que convenga a una mayoría legislativa.

Antes de 2016, la Presidencia aún constituía el eje de la conducción política: depositaria del mandato ciudadano, responsable última de la política pública y contrapeso legítimo frente a un Congreso con funciones de c

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