El final de la Guerra Fría inauguró un tiempo de euforia, especialmente en Europa. La implosión de la Unión Soviética, la disolución del Pacto de Varsovia, la equivocada valoración de Rusia como un Estado diezmado, sin poder estratégico, y la rápida ampliación de la Unión Europea hacia el Este dieron la impresión de que la historia había entrado en un nuevo ciclo. Francis Fukuyama, con su tesis del fin de la historia, expresó teóricamente lo que en la práctica se asumía: que la democracia liberal y el capitalismo globalizado habían triunfado, y que el futuro sería una prolongación ascendente de esos valores.

En Europa, esta lectura adquirió un matiz particular: se pensó que el continente pasaba a convertirse en uno de los poderes de un emergente sistema internacional multilateral, que sus

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