En El Monte, la noche respira lento. El calor del día se disuelve en el aire tibio con olor a polvo, a agua de riego, a campo recién trabajado. En una casa de estuco al borde del pueblo, María termina su jornada como la empezó: con su teléfono en la mano.

La risa de su hijo llena la casa de alegría. Esa risa — tan pura, tan viva — barre el cansancio del día. María siente una chispa de felicidad y, sin pensarlo mucho, comparte el video en línea. De pronto la casa se vuelve más ligera, como si su familia, a lo largo de la distancia, pudiera sentir ese momento: desde Michoacán hasta Mendota.

Esa pequeña aplicación, ese cuadrado azul, es su ventana al mundo. Su confesionario y su conexión. Le recuerda que todavía pertenece a algo más grande que el miedo: una comunidad de primos, vecinos, com

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