Por Carolina Favini (*)

Bajo del colectivo 522 en Olazábal casi Luro. La mochila colgando de un solo hombro, el celular en el bolsillo delantero del pantalón, la tarjeta SUBE en una mano y, en la otra, el apunte impreso a último momento. Son casi las 8 de la mañana de un sábado helado de junio y estoy llegando tarde a clase. Acomodo la mochila sobre la espalda y me apresuro a cruzar Olazábal con el semáforo en verde y rumbo a la calle Funes. Siento la vibración del celular e intento sacarlo sin detener la marcha. No me gusta llegar tarde, nunca me gustó. Es una compañera que pregunta si me dormí. Quiero contestarle, pero el frío me entumece los dedos. Pienso en enviar un mensaje de voz cuando lo escucho. O lo veo. O ambas cosas al mismo tiempo.

Una silueta envuelta en una enorme frazada,

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