Donald Trump nunca fue un hombre de sutilezas. Su estilo político, basado en la provocación y la humillación del otro, ha convertido la diplomacia en una suerte de ring de boxeo verbal donde los modales y las jerarquías internacionales quedan reducidos a una caricatura de sí mismas. Su segunda presidencia, lejos de moderar ese impulso, lo ha profundizado: Trump gobierna a fuerza de exabruptos, condicionamientos y desplantes, como si el poder de los Estados Unidos fuera una extensión de su temperamento.

El último episodio —un condicionamiento público al presidente argentino Javier Milei— confirma que sus groserías no son accidentes retóricos, sino un método. “Si Milei pierde, no seremos generosos con la Argentina”, dijo ante un grupo de periodistas en la Casa Blanca. La frase expone la bru

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