La política en Colombia ha llegado a un punto de absoluto descontrol y degradación, superando los límites de la decencia y la ética pública. Lo que debería ser un ejercicio de debate, control y construcción social se ha transformado en un escenario grotesco de agresiones, vulgaridad y violencia abierta. Ya no se trata solo de la polarización ideológica, sino de una espiral de bajeza moral que desvirtúa por completo el rol del servidor público, reemplazando la toga del estadista por la porra del matón.
El reciente episodio en Medellín, donde un concejal empuñó un bate para confrontar manifestantes en El Poblado, es el símbolo más brutal y vergonzoso de esta decadencia. ¿Acaso el rol de un concejal se ha reducido a ser un justiciero callejero, un influencer de la violencia? Este acto no es