Por Luisa Aciar

El Día de la Madre era para mí una fecha contradictoria. Veía a otros celebrar y, mientras sonreía hacia afuera, por dentro se abría un abismo. No entendía por qué algo tan bello me dolía tanto. Hoy sé que ese dolor era el eco de una herida antigua: la herida de mi vínculo con mamá. Mi madre fue una mujer fuerte y valiente, pero profundamente herida. Llevaba sobre sus hombros la carga invisible de generaciones que habían sobrevivido a la escasez, al sacrificio y a la culpa. Ella hizo lo mejor que pudo con lo que tenía, pero sus palabras -esas sentencias nacidas de su propio dolor- se convirtieron en la raíz de mis programas inconscientes. Yo las creí todas.

Desde que tengo memoria me repetía: que la había hecho sufrir desde su vientre, que mi nacimiento fue tormento, que

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