Yfinalmente uno deja de empinarse para mirar por encima de la cerca. Deja de preguntarse por qué el jardín del vecino florece más rápido, por qué su pasto se ve más verde o por qué sus flores parecen no marchitarse nunca.
Sin aviso, sin banda sonora de fondo, sin una epifanía cinematográfica, uno entiende que el jardín que importa es el propio, toda una vida para ese y los siguientes instantes de plenitud. Aparece la certeza de que lo que florece del otro lado del muro no nos pertenece y que mientras el mundo insiste en distraernos admirando el paisaje ajeno, el de uno se seca, se empolva, se olvida.
La mediana edad tiene esa maravillosa tentación de devolverte al terreno fértil de tu propia vida. No es gratuito, es carísimo, requiere esfuerzo, introspección y duele, inevitablemente, per