Cuando era pequeña, tocaban al timbre de casa y preguntaban a mi madre si podía salir a jugar. No había mensajes, ni grupos, ni emoticonos. Solo un timbre y una voz al otro lado de la puerta. Aquel instante contenía toda la emoción del mundo. “Cuando acabes la tarea, sales”, decía. Y yo hacía la tarea a la velocidad de la luz, convencida de que las amistades de entonces me esperarían. Siempre lo hacían. Nadie se impacientaba, nadie decía “ya no da tiempo”. Las amistades eran así, pacientes y de carne y hueso, no de pantalla.

Mientras unos payasos sonaban en la tele al son de “Había una vez un circo…”, yo terminaba los ejercicios de matemáticas con la canción metida en la cabeza. Era la música de fondo de mi infancia. El anuncio de que la tarde estaba a punto de empezar.

Mi barrio, El Car

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