Los videojuegos en línea nacieron como una promesa de creatividad sin límites. Su atractivo era simple: ofrecer a los jugadores la posibilidad de crear sus propios mundos, diseñar personajes y compartir experiencias con otros usuarios. En apariencia, un espacio que estimula la imaginación, el trabajo en equipo y la libertad de juego. Pero detrás de esa fachada de exploración y autonomía se esconde una estructura económica precisa : para acceder a accesorios, mejoras o poderes dentro del entorno virtual, los usuarios deben realizar compras con dinero real.

Lo que parece un entretenimiento inocente se convierte, en muchos casos, en un entrenamiento para el consumo . Los niños aprenden desde pequeños que mejorar su avatar o “subir de nivel” depende de una transacción económica.

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