Octubre de 1988. En Avenida Rivadavia al 6100, en el barrio de Caballito, el mediodía se presentaba como cualquier otro. El sol primaveral rebotaba en las veredas. Los porteros conversaban en la puerta de los edificios, las señoras hacían las compras con sus changuitos, algún oficinista pedía cigarrillos en unl kiosco, los chicos salían del colegio para almorzar, un joven caminaba con los avisos clasificados bajo el brazo. Por la calles pasaban autos, los taxis andaban despacio cerca del cordón para levantar algún pasajero, los colectivos zigzagueaban por la avenida y recibían algún que otro bocinazo. Lo dicho: un mediodía de viernes cualquiera.

Marta Fortunata Espina tenía 75 años y había salido a hacer las compras como todos los mediodías. Primero el almacén, luego la carnicería. Pero

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