Estoy contento y satisfecho por mi buen vivir. Lo vivo, disfruto y aprovecho a plenitud desbordante. ¿No ven mi porte ufano, mi rubicundo rostro, rozagante y seráfico, de niño recién amamantado que refleja goce profundo placentero en el regazo materno? ¿No le ven?

Es que no me falta nada, lo tengo todo, mejor dicho, casi todo. Ergo, estoy a punto de alcanzar la máxima felicidad posible en la tierra, claro, como paso previo para lograrla también en el cielo.

Yo me lo merezco, igual que mis ka ka maradas. ¿Acaso no semos los predestinados redentores del universo todo? ¿Alguien –tal vez y sin tal vez- se atreve a dudar -¡oh sacrilegio impío!- que tenemos al Señor bien agarrado por su luenga barba enmojecida? (“La religión es el opio de los pueblos”, pontificó el maestro, ¡amén!).

Se ha pro

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