Aquel jueves 1 de diciembre de 1955, hace setenta años, Rosa Parks estaba cansada . No se trataba de cansancio físico, que también, era un hastío moral, cierta repugnancia mental hacia una realidad que la hería, y hería también al resto de la población negra de la ciudad de Montgomery, Alabama, donde la segregación racial era irracional y ajena a los nuevos vientos que soplaban, todavía como una brisa leve, en la sociedad estadounidense.
Rosa subió a uno de los micros del servicio de autobuses de la ciudad, el número interno 2857, y se sentó donde supuestamente no debía : en el medio del vehículo, en los asientos destinados a la población blanca: los negros debían viajar, sentados o parados, en la parte trasera. Tanto, que hasta tenían impedido circular por el interior del micro hacia

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