El día del matrimonio —ese que se supone debería ser mágico, inolvidable y lleno de amor— muchas veces se convierte en una coreografía de estrés. Los invitados, las flores, el menú, las servilletas del tono exacto, los conflictos familiares, las expectativas ajenas. Todo parece diseñado para complacer a los demás, menos a quienes realmente se casan.
Y como si todo eso fuera poco, se suma una presión más silenciosa, pero igual de implacable: la estética. Ser novia, en esta cultura, no es simplemente comprometerse con alguien; es comprometerse con un ideal. Con el mandato de “lucir perfecta”, como si la felicidad dependiera del ángulo de las fotos o de cuánto se marque la clavícula bajo el vestido.
Está completamente normalizado que figuras públicas e influencers documenten su “proceso de

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