_El líder de los luditas_, grabado de 1813. Wikimedia Commons, CC BY

En los tiempos que corren, cualquiera que se atreva a cuestionar las ventajas de la innovación tecnológica se arriesga a ser tachado de ludita. En la imagen popular, el ludita es un personaje agrio, reaccionario, visceralmente opuesto a cualquiera de los inventos que supuestamente nos mejoran la vida –del teléfono móvil a la roomba–, y que se resiste más o menos activamente a usarlas, e incluso a que las usen los demás.

Inglaterra, comienzos del XIX: el ludismo

Sin embargo, hubo un tiempo en que el ludismo y los luditas significaron algo muy distinto. Ser ludita en la Inglaterra de las primeras décadas del siglo XIX era una cosa muy seria, y a menudo peligrosa. Pero la imagen que circula de estos “destructores de máquinas” de la primera Revolución Industrial es inexacta e inmerecida.

El mítico Ned Ludd, alias General Ludd o Rey Ludd –de cuyo nombre deriva el término luditas–, probablemente no fue una persona de carne y hueso. Pero sus seguidores formaron a comienzos de la década de 1810 un auténtico ejército de trabajadores, la mayoría de ellos artesanos cualificados, embarcados en una campaña de asaltos a fábricas textiles y destrucción de maquinaria.

Esta movilización alcanzó su apogeo entre 1811 y 1813, pero sus ecos perdurarían. Unos veinte años después, las multitudinarias revueltas del capitán Swing de 1830-1831, movilizaron en veinte condados del sur de Inglaterra a miles de trabajadores agrarios que buscaban mejorar sus salarios destruyendo trilladoras mecánicas. Estos disturbios se saldaron con más de 2 000 detenciones, 500 encarcelados y 19 ejecutados.

Pero la destrucción de máquinas o el asalto a fábricas, como la que defendió a tiros Edmund Cartwright, inventor del primer telar mecánico, eran sólo una parte del repertorio de la protesta ludita. En realidad, combinaban la acción política (peticiones al Parlamento), la sindical (sociedades de socorro mutuo, negociación con los patronos) y la violencia tumultuaria.

La destrucción de unos 1 000 telares llevó al gobierno inglés a movilizar tropas (en plena guerra con Napoleón fueron enviados a Nottingham 2 000 soldados) y castigar la destrucción de maquinaria con pena de muerte. Ser ludita no era cosa de broma.

Ludismo: un movimiento no tan irracional

Aunque los movimientos luditas se han contemplado a menudo como una reacción desesperada contra un progreso inexorable, tenían una racionalidad mucho mayor de la que se les suele reconoce.

Para empezar, formaban parte de acciones de negociación salarial (o de precios, pues muchos artesanos trabajaban a destajo para fabricantes o comerciantes). En ocasiones estaban conectados a corrientes revolucionarias clandestinas como el jacobinismo, inspirado en las ideas de la Revolución francesa, o bien movimientos de corte democrático reformista como el cartismo que allanó el camino para la gran confederación de las Trade Unions (sindicatos obreros) en 1834.

Los luditas representaban, sobre todo, la lucha de muchos trabajadores y sus familias para influir en el reparto del pastel de los beneficios de la mecanización. En ese sentido, alcanzaron algunos éxitos y abrieron el camino a muchas décadas de lucha obrera.

Todo esto lo conocen bien los historiadores, especialmente los británicos, que han dedicado amplia atención al fenómeno, desde los clásicos E. P. Thompson o Eric Hobsbawm hasta más recientemente Brian Merchant, cuyo apasionante libro Sangre en las máquinas acaba de ser publicado en español por una editorial llamada (¿casualmente?) Capitán Swing.

¿Qué es el neoludismo del siglo XXI?

A día de hoy, el término puede utilizarse en dos sentidos. Despectivamente, para retratar a personas refractarias a la tecnología en general, y en especial a la que tiene que ver con la computación (IA incluida) y las comunicaciones móviles. Es casi un epíteto burlón, que abarca tanto al boomer que “pasa de WhatsApp” como a quienes niegan a sus hijos el acceso libre a las pantallas (algo que no necesariamente hacen, pese a lo que a veces se dice, los magnates de las tecnologías. Gente opuesta al progreso, incluso partidarios del decrecimiento económico, a quienes acabará barriendo el viento de la historia.

Desde otro punto de vista, también se reivindican como neoluditas sesudos analistas de las repercusiones indeseadas de las tecnologías, especialmente la IA.

Para estos expertos, a menudo conocedores de primera mano del mundo de los gigantes tecnológicos, la tecnología no siempre significa progreso. La IA generativa, por ejemplo, es una herramienta potentísima para la educación, pero que puede emplearse para estudiar menos.

También puede funcionar como un potenciador y acelerador en el análisis de pruebas médicas pero, a la vez, desplegar sesgos notables, probablemente por el origen de los datos con que se entrena. Eso puede provocar errores en los diagnósticos que varían según el género, la etnia, la edad o, incluso, el nivel socioeconómico.

Valiosa aliada en la lucha contra el crimen o la corrupción, la IA puede ser un arma igualmente poderosa para la persecución política.

También está la espinosa cuestión de cómo se ha alimentado la IA con una ingente masa de materiales que tienen creadores concretos cuyos derechos de autor fueron vulnerados. En el debate sobre estas y otras muchas cuestiones, ciertos neoluditas tienen mucho que decir.

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La tecnología no es el problema

Ni las caricaturas de los luditas de la Inglaterra de la Revolución Industrial ni las de los neoluditas de nuestros días hacen justicia a sus reivindicaciones. Unos neoluditas que, por ejemplo, plantean el debate sobre los costes medioambientales de ciertas tecnologías, la regulación de las llamadas tecnologías destructivas, los riesgos de los oligopolios del sector, los efectos sobre derechos y libertades básicos o la participación ciudadana en las decisiones sobre el desarrollo tecnológico. Se trata de debates imprescindibles desde el punto de vista político, ético, social y medioambiental.

Las tecnologías en sí mismas no son casi nunca el problema, pero sí su uso y cómo se reparte el pastel que generan. Los luditas de 1810 lo sabían. A nosotros nos toca decidir, y empieza a ser urgente, cómo va a regularse la inteligencia artificial y cómo van a asignarse los costes y beneficios de su implantación.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Mauro Hernández recibe fondos de la Agencia Estatal de Investigación (Ministerio de Ciencia e Innovación) como investigador del proyecto “Transformaciones sociales en Madrid y la Monarquía hispánica en la edad moderna. Movimientos ascendentes y descendentes. Entre cambios y resistencias” (PID2022-142050NB-C22) coordinado por José Antolín Nieto (UAM).