Nací en un tercer piso sin ascensor de una casa sita donde la ciudad parecía cambiar de nombre. Era la posguerra y con ella habían llegado las carencias, el racionamiento y el estraperlo. La economía se movía entre la escasez y la necesidad. La política aconsejaba resignación. Siempre puede ir peor. Mi padre, por sus informes sociopolíticos, no podía regresar al magisterio. En realidad, ya ni lo intentó. Las circunstancias lo empujaron a buscarse la vida en la actividad privada: fue agente comercial y de seguros. Lo que a la postre, curiosamente, le resultó más lucrativo. Aquel tercer piso sin ascensor donde vivimos era de alquiler. Un privilegio. Pues, entonces en aquel barrio muchas familias se veían obligadas a vivir en cocheras de más que dudosa habitabilidad o habitaciones con o sin d

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