Entre las calles de Cancún, Quintana Roo, lejos del bullicio turístico, se extiende un lugar donde el tiempo parece detenerse: el Panteón Los Olivos. Ahí, entre lápidas cubiertas de polvo, cruces oxidadas y flores marchitas, trabaja Ramón García, sepulturero desde hace cuatro años.
Su oficio, tantas veces estigmatizado y poco comprendido, es parte esencial de la vida, aunque esté ligado estrechamente con la muerte.
Con una pala en la mano y la mirada serena, Ramón enfrenta cada día una rutina que para muchos sería impensable.
Mientras otros corren hacia oficinas o comercios, él se encamina hacia ese territorio de silencio donde las emociones humanas se desbordan entre lágrimas y despedidas.
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