Vive la voz de José Luis Moro –además de en la garganta del susodicho para dar rienda a su ingenio infinito, se entiende– en esa parte del cerebro que recuerda rimas, letras y anuncios televisivos de la infancia o juventud con escalofriante precisión –al menos, para todo aquel que respirase en los ochenta–, pero es incapaz de grabar información relevante para su día a día. Es la misma voz de pop nasal que entona las canciones de Un pingüino en mi ascensor y, por ende, que acompaña a Juan Valdés en el largo camino que le conduce al Aconcagua, que incita a Barbie a subirse a un coche teledirigido robado, que exploró los límites del consentimiento con un bonsai y que esta semana se ha dirigido directamente a un jugador del Real Sporting de Gijón con nombres y apellidos. Y apodo.
El pingüin

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