En ‘La nueva era del kitsch’, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy analizan cómo lo que antes se consideraba de mal gusto se ha convertido en el emblema de nuestra hipermodernidad
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Pocos conceptos son tan escurridizos y cambiantes como el de kitsch. La propia etimología de la palabra ya supone un enigma. Algunos filólogos piensan que deriva del verbo alemán kitschen, que en el argot muniqués del siglo XIX significaba algo así como “embarrar” o “hacer chapuzas”, pero también recoger objetos de la calle y reciclarlos; otros, piensan que viene de verkitschen, que significa tanto “vender barato” como dar una mercancía en sustitución de otra.
En ambos casos late la misma idea de mezcla y de impostura, de gato por liebre, de montaje y simulacro fallido. Pero quizá lo más curioso con el kitsch es que desde la aparición del término entre 1860 y 1880 en Alemania, la palabra ha tenido una vida errante, deslizándose del desprecio intelectual al estatus de categoría estética, de las baratijas burguesas al museo contemporáneo.
El término al principio designaba a los objetos decorativos de baja calidad: figurillas, cuadros con paisajes empalagosos o imitaciones de objetos lujosos, que invadieron los salones burgueses a partir de la época industrial. Lo kitsch era lo falso, lo excesivo, pero también lo sentimental, lo demasiado fácil de amar. Su significado desde entonces, nunca ha dejado de evolucionar, cambiando con las modas, las ideologías y los nuevos materiales, convirtiéndolo en uno de los conceptos más ambiguos y fecundos del pensamiento estético moderno.
De ese curioso itinerario trata precisamente La nueva era del kitsch. Ensayo sobre la civilización del exceso (Anagrama, 2025), el último libro del filósofo Gilles Lipovetsky y del crítico de cine Jean Serroy, que propone una nueva mirada sobre el triunfo contemporáneo del “mal gusto”. Los autores sostienen que lo kitsch hace tiempo que dejó de ser solo un estilo decorativo para convertirse en la atmósfera misma de nuestra hipermodernidad.
Lo que antes era un desliz del gusto: la flor de plástico, el adorno de colorines, la copia barata, se ha convertido, según ellos, en una sensibilidad dominante: una forma de habitar, consumir y mirar que define a las sociedades del siglo XXI.
Del salón burgués al chocolate de Dubai
El kitsch, recuerdan, nació en el siglo XIX con el gusto de la burguesía por lo ornamental. “Inicialmente, se refería a objetos de desecho, copias, el mundo de la reproducción industrial que hacía vomitar a intelectuales y artistas”, explicó Lipovetsky en una entrevista concedida a Le Figaro. Aquellas casas recargadas de cortinas, tapices y baratijas eran el espejo de un deseo de distinción a través de lo falso. Pero el siglo XX y la sociedad de consumo transformaron ese impulso en un sistema estético total.
Según los autores, hoy el kitsch ya no se limita al salón burgués. Es el 'neokitsch' o 'hiperkitsch', que invade todos los espacios de la creación y la vida, del arte al diseño, de la moda a la arquitectura, de las series de televisión a los videojuegos.
Las réplicas de edificios europeos de Las Vegas, los parques temáticos de Estados Unidos o un concierto de Lady Gaga son solo la superficie de un fenómeno mucho más profundo: la estetización masiva de la vida cotidiana. Parece que hoy en día a la mayoría de personas les vuelve locas lo llamativo, lo brillante, lo excesivo como el chocolate de Dubai o los Labubus ultrapersonalizados. Parecería, según los autores, que todo puede ser intervenido, embellecido y convertido en un espectáculo.
Esa expansión del gusto por lo llamativo, lo brillante o lo sentimental no responde, sin embargo, a una mera frivolidad. Como señaló el propio Lipovetsky en la misma entrevista, el kitsch “es también una actitud, un modo de vida orientado hacia las cosas, un ethos centrado en la felicidad consumista” y todos, en cierto modo, participamos de esa religión de lo agradable.
El placer de lo superficial
Pero en su libro, Lipovetsky y Serroy no se limitan a denunciar el mal gusto: lo reinterpretan como un lenguaje cultural que ya no se avergüenza de su artificio, sino que se reivindica y vive en las pantallas que miramos, en los centros comerciales y en los desfiles de moda. “Denostado durante tanto tiempo, ha entrado hasta en las galerías de arte: Jeff Koons, el artista vivo más caro del mundo [y uno de los que más ha apostado por esta estética], expone en Versalles”, explican.
Lo que antes era motivo de burla se ha vuelto signo de creatividad y distinción en nuestra época. El kitsch contemporáneo no oculta su artificio: lo celebra. En su libro, los autores recuerdan lo que apuntó el escritor Milan Kundera de que el kitsch clásico era el “deseo de embellecer y complacer”, la negación de la fealdad. Pero Lipovetsky y Serroy corrigen y amplían esa definición. Hoy puede haber kitsch trágico, irónico o incluso crítico. Un ejemplo de esto podría ser el cine de Pedro Almodóvar o Tarantino, que hacen de la saturación una forma de lucidez.
Lo que antes era motivo de burla se ha vuelto signo de creatividad y distinción en nuestra época. El kitsch contemporáneo no oculta su artificio: lo celebra
En ese sentido, el kitsch actual se parece a la propia modernidad: es ambivalente, contradictorio, exuberante. Aporta ligereza, aunque también una forma de evasión. Por ello, los autores afirman que es necesario en un mundo cada vez más en conflicto. Aporta ligereza, permite una vía de escape fácil. Según su visión, el kitsch no es un enemigo: es un antídoto contra la gravedad de una época dominada por el estrés y la incertidumbre.
La civilización del “demasiado”
Dentro de la lectura antropológica de la fascinación por lo espectacular que recoge La nueva era del kitsch, esta inflación visual que nos rodea y nos deslumbra, también se refleja en los megaproyectos urbanos, los parques de ocio, las redes sociales y los desfiles de alta costura.
El kitsch está en los videojuegos, en el diseño arquitectónico, en el arte digital o en los tatuajes. Sus signos son la desmesura y la ostentación que internet contribuye a expandir.
Trump es, para los autores, la versión política del kitsch. No solo por su propia imagen física, que ya en sí es una encarnación de la estética más excesiva, sino porque si uno se para a escuchar uno de sus discursos, las referencias a que todo es espectacular y maravilloso, o a que siempre estamos ante un momento histórico tras otro, actúa como el espejo embellecedor del mundo que persigue el kitsch.
El triunfo de la ambigüedad
La nueva era del kitsch no es un panfleto a favor del mal gusto. Es, más bien, un elogio de su ambigüedad y una advertencia de sus posibles consecuencias para la supervivencia de nuestro planeta, ya que también implica un consumo extremo de recursos.
Como en otras obras de Lipovetsky, la ironía y la elegancia sustituyen a la condena. Los autores observan el mundo contemporáneo con el asombro de quien se sabe cómplice: todos somos, en algún grado, homo kitschicus. La saturación visual, la sentimentalidad fácil y el culto a la novedad son el precio (y el placer) de una época que ha convertido el arte en entretenimiento y la identidad en espectáculo.
En un mundo incierto, el exceso es una forma de esperanza: la ilusión de que todavía hay belleza, aunque sea de plástico. Quizá por eso, cuando a Lipovetsky le preguntan si sería deseable un mundo libre de kitsch, responde con escepticismo: “No lo creo. Hay encanto en la profusión, en el exceso, en los estereotipos, en lo cursi, en las lentejuelas. ¿Quién no ha disfrutado comprando un aparato extravagante, viendo programas de variedades en la televisión, bailando un baile lento de verano o escuchando canciones lánguidas? Lo que padecemos es demasiado kitsch, no kitsch en sí. No hay civilización sin formas ligeras. Además, no todo el kitsch es malo; incluso hay kitsch brillante en Victor Hugo, Wagner, Mahler, Fellini... Si solo hubiera formas de arte funcionales, racionales y minimalistas: ¡qué aburrido sería!”.

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