No soy artista, decía John Ford de sí, tras establecer la gramática del cine. Hacer westerns, en su caso, no era un acto de creación sino de reinvención épica de una Nación surgida años atrás, en el Este americano, como un pacto sobre la tierra entre unos protestantes y Dios, al estilo del Antiguo Testamento. Nacida con el pecado original de la esclavitud, la Nación, para ser una, necesitó una Guerra Civil dirimida casi al mismo tiempo en que se abría a su destino el Oeste, es decir, las tierras que fueron de la Nueva España, fugazmente mexicanas. El cine de Ford, quien veneraba a Lincoln, fue clemente con los confederados que lucharon por su cultura de la propiedad sobre los negros. Les redimió a través de una estética, de un paisaje y de otro antagonista: los indios. Su gran western sobr

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