Osvaldo “El Cuate”, llegó a la calle con 11 años. No huyó: lo echaron. Su madre, adicta al crystal, lo golpeaba con el cable de la plancha; su padrastro lo ultrajaba en las madrugadas. Una noche, el niño tomó la mochila del kínder, metió dos tortas frías y se fue. “Mejor el hambre que los golpes”, me contó un amigo suyo que sobrevivió.
En la Central de Abastos dormía bajo los puestos de limón. Robaba pan dulce, inhalaba thinner para no sentir el vacío en la panza. A los 13 ya conocía los puntos de “fayuca”: Una bolsita de piedra por 50 pesos, suficiente para olvidar.
Los grandes lo miraban con lástima; los halcones del CJNG, con cálculo. “Tú eres chiquito, nadie te revisa”, le dijo un lugarteniente. Así empezó: Pasar paquetes en la mochila, vigilar esquinas, contar billetes. Le daban 300

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