La imagen de un Fiscal General del Estado sentado en el banquillo ante la sala segunda del Tribunal Supremo es mucho más que un hecho insólito: es el símbolo de la degradación institucional a la que lo ha conducido el sanchismo. La toga, que debía representar imparcialidad y justicia, arrastrada ahora entre los acusados, retrata el final de dejó de servir al Estado para convertirse en un instrumento al servicio del poder.
Álvaro García Ortiz no ha llegado a esa situación por casualidad. Fue nombrado por Pedro Sánchez precisamente para garantizar que la Fiscalía actuara como una prolongación del Gobierno, no como un poder autónomo del Estado. Desde el primer día, su misión fue clara: consolidar el control político de la justicia y blindar al presidente y a su entorno frente a cualquie

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