En las ultimas semanas, figuras como el influencer Vito Quiles han recorrido universidades y ciudades al grito de “libertad”. Con cámaras en mano y estética de youtuber insurgente y rodeado de seguidores que lo vitorean, ya no se esconden tras la pantalla del movil: la provocación digital se ha hecho carne, y el escenario ya no es un timeline, sino la plaza pública.
La escenografía invierte la estética tradicional de un mitin político. Ya no hay atril, el líder habla desde la calle, entre la multitud como si fuera uno más, pero con el control absoluto del relato y del plano. Cada aparición se convierte en un espectáculo que se graba, se corta y multiplica en las redes.
En algunos actos ondean banderas preconstitucionales, se entonan himnos y se corean lemas que evocan el franquismo. Y, sin embargo, no persiguen un regreso literal al pasado, sino algo más inquietante: la exaltación del desorden como forma de identidad y poder. Su objetivo no es restaurar el franquismo, sino reanimar su estética, vaciarla de historia y llenarla de adrenalina.
Expertos en polarizar
La ultraderecha digital ha aprendido a polarizar: simplificar conflictos, “emocionalizar” los debates y convertir al adversario en enemigo. Ahora ese aprendizaje ha salido del algoritmo para ocupar el espacio físico.
De TikTok y Telegram han pasado al mitin improvisado, del meme a la consigna amplificada con megáfonos. Quiles y otras nuevas figuras de la ultraderecha digital se autoproclaman “libertarios”, pero actúan como emprendedores del caos, disputando la atención mediática mediante escenificaciones calculadas.
Frente a ellos, las respuestas de la ultraizquierda suelen ser reactivas, sin el control simbólico ni la eficacia comunicativa de este nuevo extremismo. No disputan el relato, sino que responden a él, entrando en la lógica del adversario: reaccionan a sus provocaciones, y al hacerlo refuerzan su visibilidad.
Este enfrentamiento no es simétrico: quien domina la narrativa domina también la realidad. Mientras la ultraderecha juega en un terreno comunicativo que domina –la emocionalidad, la provocación, el lenguaje audiovisual–, la izquierda radical sigue apelando a marcos racionales o morales que no generan el mismo impacto emocional ni mediático.
La libertad como grito de guerra
El lema es claro: libertad. Libertad frente a la censura, al feminismo “impositivo”, a la “agenda 2030” o al supuesto adoctrinamiento progresista. Pero esa libertad es un caballo de Troya: se presenta como antisistema, aunque se propaga gracias a los mismos algoritmos y plataformas que sostienen el sistema.
La libertad se vuelve una coreografía de rebeldía que no busca deliberar, sino provocar. En cada vídeo viral se condensan los ingredientes del nuevo populismo juvenil: desafío, emoción y teatralidad.
Los datos ayudan a entender esta deriva. En España, los jóvenes muestran un desencanto creciente con la democracia y una mayor tolerancia hacia actitudes autoritarias. Mientras generaciones anteriores mostraban un compromiso más sólido con la democracia, entre los jóvenes actuales aumenta el apoyo potencial a regímenes autoritarios, sostienen algunos autores.
El enemigo no es un adversario político, sino un símbolo que activa emociones inmediatas: ira, orgullo, nostalgia, miedo. Y esas emociones se amplifican con estética de vídeo en TikTok: banderas, gritos, planos cenitales, frases cortas…
La European Parliament Youth Survey 2024 confirma que los jóvenes europeos priorizan la autoexpresión y los espacios simbólicos sobre la pertenencia partidaria tradicional. A su vez, el informe From Posts to Polls revela que el atractivo del mensaje radical aumenta entre los menores de 25 años, especialmente en el sur de Europa.
Mejor cuanto más escandaloso
Cuando estos influencers anuncian que van a “salir de las redes”, no buscan dialogar: buscan performar la libertad. Su presencia en universidades o plazas es una extensión del algoritmo: quien más escándalo genera, más visibilidad obtiene.
La provocación se ha convertido en marketing político. Su lenguaje es el del clickbait: breve, agresivo, eficaz. Pero lo que venden no es un proyecto, sino un sentimiento: la libertad entendida como rechazo a cualquier límite.
Mientras tanto, la participación democrática se desploma. Solo el 36 % de los menores de 25 años votaron en las elecciones europeas de 2024, frente al 42 % de 2019. En España, la participación total fue del 46,39 %. El Eurobarómetro 2024 confirma ese escepticismo: la mayoría de jóvenes reconoce que votar es importante, pero dudan de que sirva para algo. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2024) añade que el voto se sustituye por formas de participación simbólica, activismo digital, boicot o performance, que generan sensación de acción, pero poca transformación institucional.
Entre el ruido y la democracia
Frente a lo que se pudiera pensar, no asistimos al regreso del franquismo, aunque su escenografía revive en cada bandera y cada consigna. Lo que emerge es una mutación: el populismo digital convertido en espectáculo callejero. Lo que se busca es mantener la tensión y colonizar el imaginario juvenil con una idea adulterada de libertad.
La respuesta no puede ser el silencio ni la réplica airada. La pedagogía democrática debe recuperar el sentido crítico, la escucha y la complejidad. La libertad no se defiende en un grito ni en un tuit, sino en la capacidad de disentir sin destruir.
Mientras las redes se llenan de estas imágenes, la democracia se observa en silencio. Y quizá ese silencio, cómodo, cansado o incrédulo, sea hoy su mayor riesgo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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Maite Aurrekoetxea Casaus no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


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