Posiblemente fuera algunos pocos, los políticos mexicanos no son devotos de esa felicidad fugaz llamada fútbol.
Con excepción de Brasil o Argentina, donde los grandes héroes del césped se convierten en embajadores (son los casos de Pelé y Maradona a quien años más tarde Fidel Castro adoptó como gasto y gesto publicitario), en México el futbol es un asunto tan del pueblo –aunque sea manejado por parte de la decadente oligarquía--, como para no tomarlo en serio, excepto cuando la FIFA le ofrece a cualquier país --en el caso próximo, tres países en una especie de Nafta del balompié--, el platillo gourmet para su función de pan y circo. Especialidad de la casa.
Para preparar el aprovechamiento político del máximo campeonato, el señor Gianni Infantino, el gran mercader de la FIFA, vino a Méxi

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