Cuando Kate Ward compró su casita en las afueras de Camberley, Inglaterra, pensó que por fin había encontrado un rincón de calma. Pero el destino tenía otros planes. En lugar de silencio, su jardín comenzó a llenarse de ladridos . En el aire del campo, entre las flores y el olor a lluvia, quedaban marcadas las huellas de las patas que iban y venían a su antojo.
Huérfana a los diez años y criada por una tía profundamente religiosa y en una casa donde, según ella misma recordaría, reinaba una “atmósfera de desaprobación”, Kate no buscó consuelo en las personas, sino en los animales que nadie quería . Aquellos perros viejos, rengos o simplemente olvidados encontraron en su casa un refugio, y ella, en ellos, su razón de vida.
Pronto, la modesta vivienda se convirtió en un santuario

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