Le invito a un juego. Imagínese que una noche, de vuelta a su hogar, se encuentra con un ser extraterrestre. ¿Qué aspecto tiene...?
Ahora imagínese que no existen extraterrestres. Que no existe vida ahí fuera. El universo observable puede tener trillones de planetas (en torno a veinte ceros), pero ningún otro alberga una sola forma de vida. Un espacio exterior repleto de cosas fabulosas, de prodigios físicos, químicos y hasta cuánticos, pero sin un gramo de vida. Respire el vacío de la orfandad sideral, el reconocimiento de nuestra soledad como únicos humanoides entre millones de especies terráqueas.
Ahora está usted imaginando de verdad. Lo otro eran, con toda probabilidad, proyecciones en celuloide hollywoodiense, clichés visuales de serie B.
Imaginar es gratis. En realidad, sí puede haber vida en otro planeta. ¿Por qué no? Lo que no existe, casi seguro, es lo que llamamos “otras formas de vida inteligente en el universo”. ¿Acaso significa algo esta expresión? Vida altamente inteligente la hay ya en la Tierra, de los cetáceos a los cefalópodos, por no salirnos de la letra ce. Lo que no hay, que sepamos, es vida con una inteligencia específicamente como la humana. En el fondo, la cuestión de la vida extraterrestre es tanto una cuestión de astronomía como de biología : depende de nuestra comprensión de la vida en este planeta. Y la razón por la que es bastante improbable que existan inteligencias como la humana “ahí arriba” es, básicamente, su extrema escasez aquí abajo. Millones de especies y muy pocos candidatos. Si esa particular clase de inteligencia es inexistente en la plétora de especies terráqueas con las que compartimos miles de millones de años de evolución, ¿cómo podría haberse desarrollado por sí sola en Kepler-186f?
El astrofísico Charles Lineweaver argumenta que la inteligencia à la humaine no es una propiedad evolutiva convergente, como sí lo es el ala, que ha evolucionado de forma independiente en múltiples líneas evolutivas. (Ni siquiera lo es la cabeza: todos los seres con cabeza tenemos un único ancestro común). Como indicaba el biólogo Ernst Mayr en un célebre intercambio sobre la “inteligencia extraterrestre”, casi ninguno de los filos o divisiones de la vida conocida ha evolucionado una inteligencia medible con los parámetros humanos, y aun entre las miles de subdivisiones del filo de los cordados lo que más se aproxima es un diminuto subgrupo de los primates: unas siete especies de grandes simios en África central, Sumatra y Borneo. No se aprecia, pues, una tendencia general en el registro fósil hacia una mayor inteligencia, ni pareciera existir un “nicho evolutivo” para una inteligencia como la nuestra, que en la Tierra correspondiera a los humanos y en otros planetas debiera ser ocupado por otra especie: el primer homínido vivió hace poco más de cinco millones de años; la vida tiene más de 3.500 millones. Esa solitaria rama de homínidos podría haberse caído del árbol de la evolución y entonces no habría inteligencias como la humana hoy tampoco.
Como recalca Lineweaver, la lógica exigiría buscar, en la hipotética vida interestelar, rasgos compartidos por un gran número de las especies conocidas, en lugar de un rasgo exclusivo de una especie entre millones. Incluso cuando la vida terrestre tiene más de ochenta millones de años de aislamiento geográfico para experimentar libremente con la evolución ―caso de Nueva Zelanda, donde el Homo sapiens no desembarcó hasta el siglo XIV― sigue sin dar con la tecla. Pero nosotros, en nuestro fuero interno, no queremos un kiwi espacial, sino algún ser que podamos someter a un test de coeficiente intelectual de los nuestros (que ni siquiera a nosotros nos reflejan bien). Lo que la tierra no da, se lo pedimos a las estrellas.

Pero hay más que extremo antropocentrismo (y no poco machismo) en nuestras representaciones de la vida extraterrestre. Los ismos discriminatorios casi nunca viajan solos, y sería injusto detenernos aquí. Carl Sagan definía el objeto de la búsqueda de inteligencia extraterrestre como “cualquier criatura capaz de construir y manejar radiotelescopios”. Tal pareciera ser, en efecto, el destino de toda inteligencia humana en los siglos XX y XXI, pero solo debido a la desaparición en curso del modo de vida del cazador recolector, propio del Homo sapiens durante la casi totalidad de su historia, que es casi en su totalidad prehistoria.
Si no existe un “nicho evolutivo de la inteligencia humana”, mucho menos existirá un “nicho evolutivo de la civilización posneolítica”, y sin embargo, oímos ― no solo desde la literatura de ciencia ficción― que simios, delfines o señores con ocho tentáculos ocuparían el lugar civilizacional del humano urbano moderno si este desapareciera, pese a que ninguna otra especie se aproxima lo más mínimo y pese a que el propio Sapiens se pasó más del 95 % de su historia sin ocupar el lugar que hoy ocupa.
Es una fantasía digna de El planeta de los simios , y sin embargo, este supremacismo constituye una especie de sentido común en nuestros días. Sorprende, por ejemplo, la facilidad con la que saltamos de la idea de “vida extraterrestre” a “civilización extraterrestre”, sin apenas pensarlo. Es como si no fuera vida la vida sin “civilización”, concepto por lo demás rara vez definido en estos contextos, pero que de seguro incluye mi ciudad, mi mundo. Para la imaginación popular, no es ya que ninguna otra especie nos valga como modelo para imaginar la sociedad alienígena, que a ninguna otra le demos el papel (salvo con la condición de que aprendan a copiarnos), sino que el grueso de nuestra experiencia como especie no nos vale; ningún siglo que no sea del XX en adelante. Porque, en nuestra teleología moderna, todo iba destinado a esto , a los coches, la publicidad, los rascacielos y los cohetes espaciales; la pérdida acelerada (y destrucción intencionada) de otros modos de vida solo contribuye a alimentar este cruel espejismo.
Que “vida” y “civilización posneolítica tecnológicamente avanzada” se emplean casi como sinónimos lo delata el lenguaje ordinario. Nadie nos contacta, ningún potencial colono nos envía un mensaje de radio o nos visita en un galeote espacial: ¿estaremos “ solos en el universo”? No recibimos señales de una sociedad con una tecnología como la nuestra: ¿será que “no hay nadie ahí afuera”? Las sociedades indígenas o de pequeña escala hoy en el planeta son también, por tanto, “nadie”.
Pero el gran, el inmenso “nadie” de esta historia son las numerosas formas de vida inteligentes que nos rodean, las cuales desaparecen de la vista cuando alzamos ante el rostro el espejo de la especulación sobre “hombrecillos” extraterrestres. El pollo de granja, en nuestros días típicamente de macrogranja, pudiera ser el vertebrado terrestre más abundante en 2025, pues constituye más de la mitad de la biomasa de todas las aves. Esta abundancia es artificial: el Gallus gallus domesticus es criado expresamente por los humanos, que controlan su ciclo reproductivo, y recibe una muerte violenta de manos humanas, ya sea por su carne o tras una vida de explotación (industria del huevo). Ocho mil millones de seres humanos exigen, solo para carne, más de doscientos millones de pollos al día.
Como para ayudar a sobrellevar nuestro apoyo cotidiano a esta explotación y muerte, solemos concebir a los pollos o gallinas como seres muy poco inteligentes, criaturas sin apenas vida psíquica. Sin embargo, cada vez más estudios detectan en ellos algunas facultades cognitivas que comúnmente atribuimos a los primates y a otros animales que, por poseer facultades como esas, disfrutan de una protección creciente contra los humanos que quieren darles explotación y muerte. Sabiendo que matamos cientos de millones de peces al día, no sorprenderá que también demos alas a mitos sobre su supuesta incapacidad de tener mente o memoria, o que retratemos a los cerdos como idiotas y a nuestro perro mascota como el Einstein del reino animal (ignorando toda la evidencia sobre la compleja psique de los primeros). Distinciones siempre interesadas, vacuos supremacismos, ideologías heredadas al servicio del matadero.
El afán del Homo sapiens por encontrar clones intergalácticos emana, en parte, de la esperanza: combinando el temor reverencial por la técnica del siglo XX con un ancestral anhelo de poblar el firmamento de humanoides (dioses, ángeles, espíritus...), se creó un mito que despertaría pasiones religiosas y garantizaría que siguiéramos mirando a unos cielos que otros querrían haber vaciado. Pero esta galería de espejos también nos evade de la fealdad de la que somos responsables: tapa con fantasías a quienes no queremos ver, a quienes no queremos comprender. En 2024, el Instituto SETI celebraba sus cuarenta años de no recibir mensajes espaciales de una civilización posneolítica con un chiste sobre la poca “atmósfera” que tiene el “nuevo restaurante de la luna”. Bajo la imagen (en mayúsculas): “ ARE WE ALONE ?”. Sabiendo que no hay país (ni siquiera la vegetariana India) que no haya trasladado cadáveres de vida inteligente en sus excursiones espaciales, es de sospechar que ese futuro restaurante tendrá su correspondiente cadena de suministro desde los mataderos de la tierra, para regocijo gourmet de unos clientes que levantarán la vista del tenedor para admirar unos momentos el firmamento y hacerse la vieja pregunta : ¿dónde está todo el mundo?

ElDiario.es
AlterNet
News 5 Cleveland
@MSNBC Video
Fortune
Raw Story
Real Simple Home
FOX19 NOW
Rotoballer