El 7 de noviembre de 1907, un grupo de jóvenes decidió fundar un equipo de beisbol en la capital. No sabían que estaban creando algo más grande que un club. Creaban una identidad, una institución que sobrevive huracanes, invasiones, ocupaciones, tiranías y democracia.

Ese algo, en ese momento embrionario, no era cualquier cosa, era el Licey. Antes de los estadios modernos, las luces, las transmisiones, antes del ruido de miles de gargantas. Un equipo nacido en una ciudad que todavía aprendía a mirarse en el espejo.

Y no hay que ser liceísta (¿o liceysta?), para decir la verdad. Es algo evidente, palpable, que se prolonga en el tiempo y se pierde en el horizonte. El Licey se convirtió en algo que no se puede explicar solo con trofeos. Claro, están las coronas. Son 24 en LIDOM y 11 en Seri

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