Es conocida la opinión que le merecía a Hannah Arendt la conducta del nazi Adolf Eichmann, juzgado en 1961en Israel. Arendt comprendió enseguida que se trataba de un tipo mediocre, carente de fanatismo. Siendo partícipe de la “solución final”, ni tan siquiera odiaba a los judíos. Era, eso sí, un burócrata eficiente, presto a obedecer toda orden superior. En tales condiciones, su culpa estribaba en haber renunciado al esfuerzo de distinguir el bien del mal.
El caso de Eichmann, un sujeto insensible, cerrado a cualquier reflexión crítica sobre lo que hacía, aun siendo extremo, puede ilustrarnos sobre lo que ocurre hoy en Occidente. Frente a tantas injusticias, la sociedad contemporánea se refugia en el silencio, en la renuncia a cualquier reacción digna. Y es que, como dijera Edmund Burke,

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