La mañana se abre sobre la carretera con una claridad recién nacida, como si la lluvia de anoche hubiera lavado no solo el aire y la ruta, sino también su ansiedad. El hijo conduce a una velocidad incierta, acaso simbólica, y el padre, a su lado, guarda silencio. Mira el camino con un gesto leve, el ceño apenas fruncido, como quien intenta descifrar la forma de las montañas o recuperar el color de un recuerdo que ya no se deja asir.

El asfalto serpentea entre los bosques húmedos; los coigües y las tepas, empapados, se inclinan reverentes al paso del vehículo. Por un trecho la carretera se endereza, recta y callada, y parece entonces que la vida también, por un instante, encuentra su cauce. El hijo comprende la ironía, algo manida, pero cierta: ahora es él quien sujeta el volante, quien el

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