A la gente le asquea, le asfixia, el presente y le preocupa el futuro. Ambas cosas quedan reflejadas en la inmensa mayoría de las conversaciones cotidianas que mantenemos. No es para menos. Los políticos continúan ofreciendo su función de forma ininterrumpida. Un espectáculo grotesco, irritante, en el que se encadenan escándalos de corrupción o batallas ideológicas que merecerían un trofeo a la absurdez. Batallas, eso sí, que siempre terminamos perdiendo los espectadores. Porque se atreven a jugar descaradamente, sin ningún tipo de remordimientos, con nuestra salud, nuestra economía o con nuestra calidad de vida. Como si en vez de personas fuésemos marionetas que se mueven con los hilos de sus intereses particulares. O meros peones en una partida de ajedrez. No es que esta forma de actuar

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