El temblor comenzó en la madrugada y perduró por el resto de mi vida.
Ocurrió la misma noche en que papá murió. Recuerdo haber estado recostada en el sofá con la vista anclada al techo, recorriendo el sendero inconexo de telarañas deshabitadas. Mi ceño fruncido se desvaneció en el preciso momento que mi celular vibró en la mesita de cristal de la sala. Era mi madre. Me enteré de la noticia funesta antes de que lo dijera, fue por su respiración pausada, su exhalación henchida de malestar y pena, una angustia irremediable que mostraba desde que yo era una niña.
—Está muerto —dijo entonces y su voz se resquebrajó en un llanto profundo y lejano.
Cerré los ojos, visualicé a mi padre y musité un “Lo siento” que quedó suspendido en los recovecos de mi hogar. Mi madre siguió llorando en el telé

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