En una Andalucía de lluvia y cielos encapotados, los aficionados al flamenco desayunaban hoy con una triste noticia: Antonio Fernández Díaz, más conocido por el remoquete artístico de Fosforito, fallecía a los 93 años. Era uno de los últimos clásicos vivos, testigo y parte de una generación irrepetible de cantaores como Camarón de la Isla o Juan Peña El Lebrijano, que protagonizaron la edad de oro de los festivales en los años 80 y revolucionaron el mundo jondo desde un profundo conocimiento de la tradición.

Nacido en Puente Genil en 1932, fue el quinto de ocho hermanos en una humilde casa de dos habitaciones. Desde muy niño se ganó la vida cantando en tabernas y ferias de ganado andaluzas, e incluso en la plaza de toros de Ronda, hasta que a los 14 años se instala en Málaga y conoce a María Isabel Barrientos, la bailaora con la que se casará años después. Según confesaría al flamencólogo José María Velázquez-Gaztelu, aquellos años duros “me enseñaron a compartir, a ser persona, a ser gente, a ser respetuoso; me enseñaron a sobrevivir, vivir en una posada, dormir en un jergón con los ojos muy abiertos por lo que se pudiera avecinar”.

Recordaba haber aprendido el cante de su abuelo, un aficionado de Marinaleda conocido como Juanillo el Cantaor, de su tío materno, Niño del Genil, a quien se atribuye la creación del garrotín, y de su padre. Empezó siendo conocido como Antonio de Puente Genil, hasta que adoptó el sobrenombre con el que haría fortuna como cantaor.

Intérprete y letrista

Fosforito se codeó a esa temprana edad con cantaores legendarios como Vallejo o Juan Mojama. Destacó en el Concurso Nacional de Cante Jondo de Córdoba, en 1956, a pesar de estar recuperándose de una seria afección vocal, y fichó de inmediato por la discográfica Philips, empezando una brillante trayectoria plasmada en casi una treintena de álbumes sencillamente antológicos. Entre sus acompañantes, figuró la guitarra de un joven Paco de Lucía, así como de Juan Habichuela o Enrique de Melchor.

También integró la compañía del madrileño Teatro de la Zarzuela con Marienma, así como los cuadros del Corral de la Morería, el Teatro Price, Torres Bermejas y otros prestigiosos escenarios. El servicio militar en Cádiz le granjeó la amistad de El Beni, Aurelio o el novelista Fernando Quiñones, uno de sus muchos amigos escritores junto a Manuel Barrios, Julio Aumente, Ricardo Molina o Pablo García Baena. Él mismo se aficionó precozmente a la escritura de letras, que interpretaba él mismo u otros compañeros ilustres como Pepe Pinto o Juan Valderrama. Otro amigo escritor, Félix Grande, solía reprocharle que rompiera sus borradores, y le decía: “No rompas más, guárdalos y ya los veré yo”.

Como intérprete, destacó por su prodigioso sentido del ritmo y el compás, dejando memorables alegrías y cantiñas, tangos, soleás apolás y bulerías de Cádiz, entre otros muchos palos. Pero también conoció noches muy difíciles, en las que la voz no le respondía y tenía que sobreponerse como fuera. El crítico Manuel Bohórquez, que lo idolatraba de joven, recordaba que “sufría mucho cuando veía al maestro en festivales sin poder con el cante, pero con esa bravura suya que le permitía no aliviarse nunca, aunque se rompiera en mil pedazos. Verlo nada más sentado en una silla en el escenario, sin cantar, era un espectáculo. Ningún cantaor se ha sentado tan bien en una silla para cantar jondo”.

Llave de Oro del cante

Su trayectoria fue reconocida con múltiples honores: hijo predilecto de Puente Genil, hijo adoptivo de Málaga, premio Niña de los Peines… Pero sin duda el galardón más alto, y también el más polémico, fue la Llave de Oro del Cante que solo han recibido cinco figuras: a Tomás el Nitri (1868), Manuel Vallejo (1926), Antonio Mairena (1962), Camarón de la Isla (2000) y Fosforito (2005). Entre los méritos que se valoraban, estaba su conocimiento enciclopédico del arte jondo, así como de su infatigable labor en todos los frentes en defensa del flamenco. En los últimos años, había sido objeto incluso de un libro infantil, Fosforito, un genio de la música, de Álvaro de la Fuente Espejo.

Hace dos años, en un homenaje que la SGAE dedicó a una decena de socios con más de 50 años de militancia, Fosforito confesó: “El flamenco, como ustedes saben, es un sentimiento, es un arte, es una música cálida que nos pellizca el alma. Decía María Zambrano que la música es la más pura de las artes y la más bella de las ciencias del alma. Chapó para doña María, porque no se puede decir mejor. También la música del flamenco es curativa, medicina del alma que serena nuestro espíritu y nos humaniza”.   

Retirado de los escenarios desde septiembre de 1999, a Fosforito le quedó el consuelo balsámico del flamenco como aficionado y el cariño de su público. Hace solo unos meses, invitado por el Instituto Cervantes para otro homenaje, aseveraba: “Lo jondo no se explica sino que se expresa con el sentimiento más profundo del alma. Lo jondo no solo se canta, si no que estremece, se llora y se ríe al compás, porque cantar jondo no es solo cantar flamenco correctamente sino mirarse dentro y dejar que hablen las entrañas”.