Hay una forma de maldad silenciosa que no necesita gritos ni violencia visible. Es la que se esconde tras las apariencias respetables, la que sonríe mientras calcula, la que hiere sin remordimiento y sin motivo. Esa perversidad cotidiana que se disfraza de normalidad y que se justifica en nombre del interés propio. Personas que viven solo para su beneficio, para su lucro, para poseer más y más, sin reparar en el daño que dejan a su paso, pero ni se inmutan.

En nuestra sociedad, se ha confundido la inteligencia con la astucia y el éxito con la capacidad de aprovecharse de los demás. Quien engaña, manipula o traiciona y logra su propósito suele ser admirado, no condenado. El cinismo ha desplazado a la ética, y el egoísmo se ha convertido en una virtud disfrazada de ambición. Pero detrás de

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