El jueves, en el costado izquierdo de la iglesia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, había una fila de hombres y mujeres con un libro en la mano. A simple vista, diría uno que estaban a la espera de un trámite, de una partida de bautismo o de una de matrimonio, o que era la cola para pedir favores y dar agradecimientos, como suelen hacerlo decenas de fieles. Pero a esa hora, a las 6 de la tarde, la ventanilla de trámites tenía la luz apagada y la última misa del día llevaba horas de haber terminado.

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Luego de que, uno por uno, los asistentes atravesaran el portón, se acomodaron en las bancas: algunos en parejas, otros en solitario. En lugar de persignarse o hincar sus rodillas, todos abrieron sus

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