En tiempos como estos —donde la ansiedad electoral se confunde con urgencia y cada actor compite por ocupar diez segundos de pantalla— conviene recordar que gobernar no es acumular gestos, sino producir resultados. La discusión pública se ha vuelto un ecosistema donde la frase ingeniosa vale más que la evidencia, y donde muchos parecen esforzarse más por ganar titulares que por evitarle costos al país. En ese ambiente, la sensatez dejó de ser una virtud y pasó a verse casi como una excentricidad.

Pero la sensatez no es un estado de calma ni un acto de buena fe. Es una posición política: implica aceptar que las políticas públicas no se sostienen con declaraciones, que los acuerdos requieren renuncias y que los problemas complejos no se resuelven a la velocidad de las RRSS. Sensatez es ente

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