No era un sábado cualquiera porque el contexto, cargado de simbolismos, parecía destinar de antemano significados especiales a cada paso, a cada gesto en aras de un entendimiento con el enemigo al que combatió primero y tendió la mano después.
Más de 100 mil personas se habían reunido en la Plaza de los Reyes de Tel Aviv en apoyo a las políticas del primer ministro de Israel y su canciller, que un año antes les habían sido reconocidas a ambos con un Nobel de la Paz compartido con el máximo líder palestino, el otro partícipe necesario de los acuerdos.
“Estamos destinados (condenados según algunas traducciones) a vivir juntos en este mismo pedazo de tierra”, había dicho el 13 de julio de 1992 en su discurso ante la Knesset, el Parlamento israelí erigido en Jerusalén, el “Comandante de la

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