La discusión se repite cada cierto tiempo, pero nunca había tenido tanta fuerza como hoy: ¿deben los estadios ser utilizados exclusivamente para el fútbol, o es legítimo que sirvan como escenarios para conciertos y espectáculos masivos? El debate, lejos de ser un simple cruce de opiniones, revela tensiones profundas entre deporte, economía, cultura y gestión pública.

Lo que para algunos es un asunto de identidad —“el estadio es para jugar fútbol”— para otros es una decisión pragmática que beneficia a las ciudades gracias a la derrama económica que generan los eventos musicales. En medio de ambas miradas conviven hinchas inconformes, administraciones presionadas, clubes que pierden disponibilidad de su casa deportiva y artistas que necesitan lugares de mayor capacidad. Es una ecuación

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