Hay momentos en los que el periodismo no puede darse el lujo del silencio.Momentos en los que el fútbol argentino —esa criatura popular, emocional y profundamente nuestra— se mira al espejo y ya no ve pasión ni grandeza, sino una postal grotesca, una tragicomedia digna de Discépolo. En ese reflejo aparece un solo rostro: Claudio “Chiqui” Tapia. Y no aparece como dirigente, ni como presidente, ni siquiera como símbolo. Aparece como lo que es: la prueba más dolorosa de que nuestro fútbol quedó secuestrado por la mediocridad, el amiguismo y la improvisación. Un burro disfrazado de rey, sentado en un trono que él mismo convirtió en feudo personal. La AFA, que debería ser una casa de transparencia, se transformó en un pantano institucional. No es federación: es feudo. No es organismo: es territ

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