En la Inglaterra del siglo XVIII, cuando los tribunales apestaban a prejuicio, el joven abogado William Garrow cometió el imperdonable pecado de defender al indefendible. Lo llamaron traidor de la moral, prostituto del derecho. Su crimen consistía en algo intolerable para la conciencia pública: tender la mano a quien yacía en el fango de la acusación, aun sabiendo que esa mano quedaría manchada ante los ojos de quienes se creían limpios. Lo que no comprendían era que Garrow no defendía criminales. Estaba pariendo la justicia moderna, con todo el dolor y la sangre que implica cualquier alumbramiento civilizatorio.
Fue él quien acuñó la frase que hoy llevamos tatuada en la médula del garantismo: “Inocente hasta que se demuestre lo contrario”. Palabras tan simples que parecen obvias, pero qu

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