En otros tiempos —épocas que ya rozan la leyenda mitológica— se decía que el presidente de Estados Unidos era una figura de decoro institucional. Hoy, en cambio, la Casa Blanca se ha convertido en un palacio donde el olor de un poder rancio recuerda las vastas salas desiertas de El otoño del Patriarca, aquel “poder descomunal y solitario” donde se asoma la podredumbre sin fin.

Por Alexandr Mondragón

Sí, allí, en ese salón oval que parece un trono tropical trasladado al Potomac, gobierna Donald Trump —también conocido como Yo el Supremo TACO, YEST para abreviarlo—, un patriarca tardío cuyos gestos tienen el ritmo grotesco de un caudillo, en tiempo real y en 8K, que arrastra su furia entre los pantanos del poder, aquellos que prometió drenar, ahogado en sus espumarajos sulfurosos de rabia.

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