París, ciudad de luces eternas y sombras profundas, guarda en su corazón un secreto que ha iluminado millones de almas durante casi dos siglos. No es un palacio barroco ni un boulevard haussmanniano, sino una modesta capilla en la Rue du Bac , número 140, donde el 27 de noviembre de 1830 una joven novicia de 24 años, Catalina Labouré, vio por primera vez a la Virgen María no como figura etérea, sino como madre cercana, con brazos abiertos derramando gracias como rayos de sol. Aquella visión no fue un sueño fugaz: fue el nacimiento de la Medalla Milagrosa , un objeto humilde de metal vuelto faro de conversiones, sanaciones y esperanzas en los rincones más oscuros del mundo. Hoy, más de un siglo después, esa devoción cruza océanos y llega al sur, a un santuario en el Parque Chacab

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