Escuchar a Rajoy es como leer a Azorín o entregar el oído a Luigi Boccherini: un gozo tranquilo y sonriente que nos calma el ánimo y rebaja las malas pasiones que se nos van acumulando a lo largo de la semana en los bajíos del alma. Uno no es un pardillo y sabe de los defectos de este político de veguero en ristre: su discutible gestión de la crisis catalana o su débil pulso frente a la corrupción que anidaba en Génova. Pero sólo hace falta atender a alguna de sus intervenciones, como la entrevista que hace unos días concedió a Onda Cero, para reconciliarse con ese espíritu burlón y galaico, incapacitado para el sectarismo, ahormado en la mejor tradición de la burguesía ilustrada española, ese venero inagotable de registradores, notarios, abogados del Estado, ingenieros de Caminos, diplomá

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