Durante años, Marta Medrano creyó que aquel episodio había sido apenas una rareza dentro de sus guardias interminables. Una anécdota profesional más. Pero con el tiempo, y después de volver a escuchar el nombre de Yiya Murano en documentales, series y conversaciones en televisión y radio, entendió que quizá había orbitado mucho más cerca de la historia de lo que imaginaba.
“Las comía. Nadie se las quería recibir, pero yo sí”, recuerda ahora, entre risas que esconden un escalofrío tardío. Habla de las masitas y facturas que, en 2003, la mujer conocida como la Envenenadora de Monserrat le llevaba prolijamente envueltas en un paquetito con moño y lazo de color, cada vez que visitaba a su último esposo, Julio Banín, internado en el Sanatorio Colegiales.
Marta no era una enfermera i

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