Siempre ha habido una suerte de querencia afectiva entre la ciudad de Cuenca (sus habitantes) y el cercano Buenache de la Sierra, uno de esos pequeños y encantadores pueblos que salpican las estribaciones un tanto ariscas de la Serranía y al que ahora se llega con cierta comodidad, dejando en el horizonte de historias pasadas no pocos relatos de dificultades cuando caía por aquí alguno de aquellos nevazos legendarios que se conocieron en épocas todavía cercanas y, sin embargo, con apariencias remotas, circunstancias ciertamente duras que las bonacheras (sí, en femenino) sorteaban diariamente para traer hasta la capital la leña con que alimentar el fuego de los hogares y los productos de la huerta destinados a surtir las mesas de los comedores. Tanta es la afición que siente Cuenca hacia su

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