La humorista gráfica de 'The Guardian' comparte sus reflexiones en torno a las vidas marcadas por el conflicto tras visitar dos centros de Médicos Sin Fronteras en el país invadido por Rusia
La muerte lenta de Pokrovsk, la última ciudad clave del este de Ucrania arrasada por el avance ruso
En Ucrania, Médicos Sin Fronteras (MSF) está tratando a muchas personas afectadas por la guerra. He conocido a algunas de ellas en un centro de rehabilitación para veteranos de guerra en Cherkasy y en una clínica de salud mental para familias desplazadas en Vinnytsia.
Desde la invasión rusa a gran escala en febrero de 2022, he dibujado muchas viñetas sobre la guerra en Ucrania; dibujos en los que aparecen Volodímir Zelenski, Vladímir Putin y, ocasionalmente, un oso (como símbolo del poder ruso). En el terreno, donde la guerra la libran y la viven personas normales, como nosotros, la situación es muy diferente. En los hospitales que visité en mayo de este año, dibujé la forma precisa en que la guerra se refleja en cada uno de los cuerpos de las personas que conocí y escuché las historias que se esconden debajo de sus cicatrices. Dibujé lo que la gente me contó, así como lo que vi en primera persona, porque el trauma y la esperanza son intangibles de la memoria y la imaginación. No queda nada que dibujar de una extremidad amputada salvo los recuerdos, y lo mismo podría decirse de una casa o un familiar perdidos. Estas cosas están más allá del alcance de una cámara, lo que creo que te da permiso para utilizar el recurso de un dibujo.
Vi cómo una psiquiatra de MSF ayudaba a un soldado a recuperar la sensibilidad en su mano paralizada utilizando pequeños trozos de materiales texturizados destinados a evocar recuerdos intensos. Mientras los rozaba contra sus dedos, le explicaba: “Este tejido de punto le puede recordar al jersey de su abuela; esta pelusa, al peluche de un niño; esto otro, a la hierba”. Vi ecos de esta imagen por todo el hospital en personas heridas que recordaban el pasado o miraban hacia el futuro, más allá de la guerra. La gente describía sus recuerdos de la paz con gran viveza, pero cuando les preguntaba qué significaba para ellos la victoria, me respondían con miradas de desconcierto. Un soldado dijo: “No tengo ni idea... pero cuando ocurra, le he prometido a mi mujer que me afeitaré la barba”. Tenía una barba larga. Su mujer estaba sentada en la cama del hospital y me preguntó si quería ver lo bien que su marido podía levantar las mancuernas con el único brazo que le quedaba.
Dima, 29 años
Después de que Dima recuperara el conocimiento en el hospital, llamó a su madre para decirle que “todo iba bien, solo tenía unos rasguños”. “No era cierto”, me cuenta. “Tenía heridas muy profundas en la pierna, en la oreja y en el brazo”. Todavía no puede dormir. “Siempre tengo las mismas pesadillas. Me llevan del hospital de vuelta a las trincheras, y entonces estoy arriba, soy el dron que lanza el proyectil que me alcanza”.
Dima pilota drones con visión en primera persona (FPV), por lo que sabe qué ángulo de visión tienen. El psicólogo de Dima le dice que quizá dormiría mejor si no estuviera toda la noche mirando el teléfono. Pero a él le gusta ver vídeos en Instagram y YouTube, sobre todo imágenes de la guerra grabadas con cámaras sujetas al cuerpo. Según explica, le ayudan a comprender las “sutilezas” de sus propios recuerdos: lo que hizo, lo que podría haber hecho. Me habla de su mentor, Matrovski, que le obligó a quedarse en la trinchera mientras él salía a ver si los rusos seguían allí. Matrovski recibió inmediatamente un disparo en el cuello y se desangró hasta morir.
El fragmento de metralla que se incrustó en el cuerpo de Dima cuando detonó el proyectil del dron ahora descansa sobre su mesita de noche. Me cuenta: “Me paralizó momentáneamente desde la base de la columna vertebral hasta las extremidades. Pensé que me había lesionado la médula espinal y que no podría caminar. Pensé: 'Esto es el fin'. Pero empecé a tocarme la cabeza para ver si tenía sangre. No encontré nada y me dije a mí mismo: 'Estoy vivo, no estoy muerto'. Podía oír a los drones enemigos vigilando. Los FPV emiten un horrible chirrido, como los coches de Fórmula 1. Si vuelan muy alto, no se oye nada. Cuando se oye más fuerte, entonces te preocupas. Podía oírlos observándome, así que me quedé muy quieto y fingí estar muerto. Los oí marcharse. Entonces empecé a gritar de dolor. Pensé que me desangraría hasta morir”.
Dice que sobrevivió porque es el “único hijo” de su madre. “Cuando me alisté en el ejército, ella lloró, así que le prometí que todo iría bien”. Su madre es maestra en una guardería. “Es la persona más amable del mundo. Tiene el pelo castaño y los ojos verdes, como yo. Siempre sonríe, incluso cuando está triste”.
Olena, 30 años
Le pregunto a Olena dónde está su hogar. Me habla de las nubes de Lugansk. “Son muy hermosas, como montañas, porque allí no hay edificios altos. El hogar es donde el cielo no tiene misiles, solo nubes, sol, pájaros y aviones… pero no militares, sino civiles, seguros, con pasajeros. Lo más importante es la sensación de poder mirar al cielo sin miedo. Después de 2022, tuve que aprender de nuevo a mirar al cielo sin temor”.
La primera vez que Olena se vio obligada a desplazarse por el conflicto fue en 2014, cuando tenía 19 años. Se subió a “un tren sin destino” y terminó en Kiev, buscando entre sus amigos de Facebook un lugar donde quedarse. Reconstruyó su vida en Lugansk. Dice: “Me encantaba mi piso. La habitación de los niños tenía papel pintado en tonos pastel con globos. Mi marido y yo construimos un gran balcón y lo cubrí con pegatinas de peonías rosas. Teníamos una vida maravillosa, no esperábamos volver a vivir la guerra… más guerra. Entonces empezamos a oír explosiones desde el frente... vimos los primeros misiles en el cielo, las intercepciones... los niños estaban aterrorizados”.
Cuando se produjo la invasión en 2022, Olena y su familia huyeron a Vínnytsia. Ahora dice: “Siento que tengo dos vidas. Parte de mi alma se ha quedado allí, en aquella vida. Así que estoy aquí, pero al mismo tiempo estoy allí”. Cuando le pregunto qué espera del futuro, responde: “Por ahora, no visualizo el futuro. Vivo el presente... Solo pienso: 'Me he despertado por la mañana, gracias a Dios, he ido a trabajar, gracias a Dios. Mis hijos han ido al colegio, gracias a Dios”. Tiene tatuados en los brazos retratos de sus hijos. Me enseña sus otros tatuajes: un mandala, una margarita con una tirita, pájaros. “Todos están relacionados con la guerra”, me explica. “Son como cicatrices”.
Le enseño mis tatuajes y algunos de mis dibujos. A Olena también le gusta dibujar. Me enseña una foto de uno de sus cuadros: un camino que conduce a una casita en una colina cubierta de trigo amarillo brillante. El cielo es azul oscuro porque, según Olena, “está tormentoso, como si fuera a llover”. Señala la única ventana iluminada de la casa. “Lo añadí para representar esperanza”. Le pregunto si este dibujo es de un lugar real en el que vivió. Me responde que no. “Es un lugar abstracto, un hogar en el corazón”.
Roman, 40 años
En 2022, Roman dejó su trabajo de repartidor de paquetes y se unió a una brigada médica que recogía soldados heridos y muertos. Dice que “a veces los restos de los cuerpos volaban hasta los árboles”.
Cuando el dron explotó, sus piernas no llegaron tan lejos. Terminaron en la caja junto a él en el centro de estabilización médica, todavía con los zapatos puestos. “Recuerdo que miré mis piernas en la caja y me asusté mucho cuando me di cuenta de que no podía recuperar esa parte de mi pasado, que ahora mi futuro sería muy diferente. Me entristeció mucho decir adiós a lo que había en la caja... Entonces me di cuenta de que era demasiado pronto para morir. No me había despedido de mi familia ni había terminado la casa que estaba construyendo para ellos”.
Cuando Roman comenzó a construir la casa hace muchos años, fue al banco a pedir un préstamo a una “mujer muy guapa con el pelo rubio claro”. Le conté todo sobre la casa y ella me dijo: “Quizás algún día me la enseñes”. Así que le pedí su número y la invité a tomar un café. Tanya y Roman se casaron poco después y ahora tienen dos hijos, Alexi, de 12 años, e Yvan, de 21. Ahora, finalmente, su casa está casi terminada: “Pilares blancos y paredes azules, solo faltan unas tejas en el tejado... y quizá también una piscina”. Me cuenta que a su familia le encantaba ir a nadar al mar en Odesa. “Solíamos ir todos juntos. Pero cuando pienso en volver a hacerlo hay algo que no alcanzo a comprender: ¿cómo voy a poder meterme en el mar? ¿Se puede nadar con una prótesis?”. Ignoro la respuesta, pero, tras una larga pausa, Roman sí la sabe: 'Yvan va al gimnasio. Sus músculos son incluso más grandes que los míos. Puede llevarme a la espalda hasta el mar. Y yo nadaré con él. Luego me sacará del agua y me sentará en la silla, y yo me volveré a poner las prótesis. Así es como lo haremos“.

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