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En las aulas españolas, cada vez más profesores llegan al final del trimestre con un desgaste que va mucho más allá del cansancio normal. Ansiedad, estrés, insomnio, sensación de agotamiento extremo… son síntomas frecuentes entre quienes dedican su vida a educar. Los datos lo confirman: el 63 % de los docentes en comunidades como Murcia sufren problemas de ansiedad, y en otras regiones como Madrid o Castilla-La Mancha la cifra alcanza el 80 %.

Un estudio piloto realizado en España mediante smartwatch muestra que el 84,4 % de los profesores manifestaron sentir estrés, y el 30,6 % lo considera “muy alto”. Otros informes recientes indican que dos de cada cinco docentes presentan síntomas compatibles con el síndrome de estar quemado, la ansiedad o la depresión.

A ello se suman las bajas laborales por depresión o sentirse quemado, que en los últimos años no han dejado de crecer. En otros países existen datos similares. Por ejemplo, en Australia el 90 % de los profesores reportan niveles de estrés entre moderado y extremadamente severo; y más de dos tercios muestran síntomas moderados o severos de depresión y ansiedad.

¿Por qué se queman los docentes?

La raíz de este malestar está en la burocracia excesiva, las clases con demasiados estudiantes por docente, la falta de recursos y, en muchos casos, la sensación de estar siempre “corriendo detrás” de demandas tecnológicas y sociales que cambian a un ritmo imposible de seguir.

En un mundo hiperconectado, donde la vida cotidiana ya acumula estrés por el uso constante de pantallas y redes sociales, la escuela se convierte en otro foco de tensión para el adulto que enseña.

Diversos estudios muestran que la tecnología puede contribuir significativamente al estrés y agotamiento docente, al aumentar las demandas laborales, como la preparación de clases digitales, la gestión de plataformas educativas o la disponibilidad fuera del horario laboral. Su impacto varía según el contexto y puede mitigarse cuando existe apoyo institucional, formación adecuada y recursos suficientes.

Volver a lo básico: tierra, plantas, aire libre

En este contexto, mirar hacia la naturaleza puede parecer una respuesta demasiado sencilla. Y sin embargo, los huertos y jardines han demostrado un poder terapéutico que la ciencia respalda desde hace décadas. En hospitales, centros de salud mental y programas de desintoxicación, la horticultura y la jardinería se usan como herramientas para reducir la ansiedad, mejorar el ánimo y favorecer la recuperación de pacientes).

Si la naturaleza ayuda a quienes atraviesan enfermedades o procesos de rehabilitación, ¿por qué no ofrecerla también a los docentes, cuya salud mental se resiente en silencio dentro de las aulas?

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Huertos escolares

Los huertos escolares ya han mostrado beneficios para los estudiantes: mejoran la alimentación, fomentan la concentración y fortalecen la relación con el entorno.

Pero hay un aspecto menos explorado: cuando el profesorado participa de manera activa en estos espacios, también obtiene un respiro. Cuidar plantas, ensuciarse las manos de tierra, respirar aire fresco o, simplemente, tener un espacio verde dentro del colegio son gestos sencillos que actúan como contrapeso al ritmo acelerado del día a día.

Del claustro a la tierra: propuestas concretas

Integrar la naturaleza en la vida docente no significa añadir más carga de trabajo, sino diseñar espacios y tiempos que humanicen la rutina. Algunas ideas que ya se aplican en escuelas pioneras:

  • Formación con raíces verdes: talleres de horticultura, jardinería urbana o ecoterapia, pensados no solo para aprender nuevas metodologías, sino para que los docentes se beneficien personalmente del contacto con la naturaleza.

  • Paseos terapéuticos: reuniones de claustro o sesiones de desarrollo profesional que se trasladan a paseos al aire libre, fomentando la reflexión y reduciendo la tensión.

  • Espacios reservados para el profesorado: huertos o terrazas verdes que no sean sólo para el alumnado, sino lugares de descanso y desconexión para los adultos. En algunos colegios de Estados Unidos y Australia, por ejemplo, se está reemplazando el pavimento por plantas nativas, además de instalar jardines de polinizadores y árboles resistentes al clima. Estos espacios no solo benefician a los estudiantes, sino que también proporcionan a los docentes áreas sombreadas para relajarse y celebrar reuniones informales, contribuyendo a su bienestar.

  • Proyectos comunitarios: abrir los huertos escolares a familias y vecinos, de modo que los docentes no se sientan solos en la carga, sino acompañados por una red de colaboración.

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Humanizar la escuela

Hablar de jardines y huertos no es hablar de moda, sino de salud pública y de educación sostenible. En un momento en el que cada vez más docentes solicitan la baja por ansiedad o depresión, cualquier inversión en su bienestar tiene un retorno inmediato en la calidad del aprendizaje de los estudiantes.

Cuidar a quien enseña es cuidar a toda la comunidad educativa. Y la medicina más accesible que tenemos a mano es también la más olvidada: volver a lo básico, a la tierra, a lo verde, al aire libre. Humanizar las escuelas significa reconocer que el bienestar del profesorado no es un lujo, sino la condición mínima para que pueda sostener el de sus alumnos.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Isabela García Senent no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.